El Cristo de los Faroles

08.11.2012 05:00

 

Solos y en silencio, cogidos de la mano, caminamos lentamente por la plaza de los Capuchinos hasta llegar junto al Cristo de los Faroles, donde sin saber porqué nos detuvimos. Se había hecho de noche y la temperatura era sumamente agradable; sin embargo, allí no había nadie más que nosotros… Nadie, salvo el Cristo cuya presencia inundaba toda la plaza.

Todavía me encontraba muy nervioso por lo ocurrido, así que aproveché para encender un cigarrillo. Un soplo de primavera bastó para dejarnos envolver por la inmensa Paz del Cristo que, alabado por docenas de claveles rojos y sus tenues luminarias recién despertadas, parecía mirarnos con infinita misericordia desde la cruz.

El rostro de Marta se había tornado resplandeciente, quizá aún marcado por un rasgo de amargura, pero dichoso. Sujeta con una sola mano al negro enrejado metálico de algo más de un metro de altura que rodea al Cristo, inclinaba su cuerpo sobre el apoyo con un ligero balanceo. No dejaba de mirarme enviándome un continuo mensaje a través de su preciosa sonrisa.

Yo sabía que esperaba algún comentario, cualquier observación sobre lo sucedido. Le gustaba sobremanera analizar cuanto consideraba importante, principalmente lo referente a nuestra relación. Ella casi siempre compartió conmigo su estado anímico; pocas fueron las ocasiones en que lo guardó para sí. Por ello, viendo mi semblante de disgusto y que no abría la boca, me preguntó risueña:  

—¿Te has dado cuenta de lo que has dicho delante de todos?

—¡Pues claro!, ¡Para no darme cuenta…! ¡Y no te rías!, no me ha gustado nada todo ese jaleo —contesté sin haberme liberado de la tensión.

—No me refiero al jaleo… es lo que dijiste al final… antes de despedirnos de Lucía.

—¿El qué? ¿que no quiero que te traten mal?… ¡Eso lo sabes de sobra!

La rodeé por los hombros y la atraje con suavidad sobre mi pecho abrazándola muy estrechamente. Acaricié sus cabellos mientras ella, como si de un baile se tratase, mantenía la cabeza reposada en mi hombro. Entonces, sintiendo la maravillosa intensidad del calor de su rostro, le dije con esa dulzura que siempre me solicitó sin palabras:

—Significas mucho para mí, Marta… Nunca voy a consentir que nadie te insulte… 

Permaneció callada. Supe que había cerrado los ojos al sentirla suspirar mientras acrecentaba la presión de su abrazo. Al cabo de un rato, en aquella caricia de sentimiento agradecido, de pureza, mi Marta susurró:

—Ha sido muy bonito lo que has hecho por mí… un encanto de locura…

—¿Qué menos podía a hacer? Esas niñatas me estaban revolviendo las tripas.

—¿Ves cómo yo tenía razón? No teníamos que haber ido a esa fiesta.

—No; no teníamos que haber ido… Mi niña siempre acierta con sus presentimientos.

—Lo he pasado muy mal —dijo con tristeza—. Pero te sabía allí, al tanto de la conversación… y eso me dio seguridad.

—¿Lo notaste? —pregunté con sorpresa.

—¡Claro que lo noté!… desde el principio. Si no, nunca hubiese entrado a discutir nada con esa clase de personas.

—Vaya, vaya… ¡pues me alegro de haberte dado apoyo! Al menos algo he hecho bien.

—¡No seas bobo! —exclamó alzando la cabeza para mirarme a la cara—. Para mí lo has hecho todo muy bien… ¡Hombre! salvo llamarlas de todo en público —añadió con voz muy cariñosa—. Esas cosas nos duelen mucho a las chicas.

—Imagino… Pero me sacaron de mis casillas. No merecen otra cosa.

—Me ha gustado mucho lo que has hecho, Juan —dijo volviendo a recostar la cabeza sobre mi pecho—, No sé si tanto enfado está bien o no…  pero ha sido precioso.

Guardamos unos instantes de silencio, disfrutando de nuestro abrazo contra el que se estrellaban las penas pasadas. Sentía muy profundamente el aroma de sus cabellos; un perfume mezclado con el de los claveles que llenaba mis pulmones y mi corazón. Entonces me preguntó en voz muy baja:

—¿Cuándo te diste cuenta de que me saltaron las lágrimas? ¿Me viste?

—No me di cuenta, sólo lo supuse.

—¿No me viste? ¿Y cómo lo sabías? —interrogó mirándome muy sorprendida.

—No, no te vi; creo que nadie te vio —afirmé—. Pero yo te conozco, nenita, y sé que en algún momento tus ojos se empañaron al sentirte acorralada… De todas formas no estaba seguro del todo porque lo disimulaste estupendamente.

—¿Entonces por qué le dijiste a la madre de Miguel que me habían hecho llorar?

—No sé… puede que para poner la situación como más sangrante.

—¡Jolín!… ¡Pues no nos sirvió de mucho!

—Nada sirve de nada si supone hacerte llorar, vida mía —le dije sin pensar.

—¡Qué tonto eres!… ¡Pero me siento tan bien contigo…! Vida mía… —repitió.

¡Vida mía!

Me salió solo, sin pararme a darle vueltas, en cuyo caso lo hubiera omitido simplemente por vergüenza. Mis padres nunca se llamaban de tal forma, aunque sí lo escuché en algún matrimonio de entre sus amistades. Tal vez fuese el ridículo implícito que existía en mi casa hacia este tipo de cosas lo que me provocaba cierto retraimiento a la hora de llamar a Marta con algún apelativo cariñoso, más allá del apodo acostumbrado con el que era conocida en su familia y que yo hice mío: "nenita".         

Sin embargo, Marta no sentía ninguna vergüenza en esta cuestión. Pronto me di cuenta de que le gustaban mis carantoñas verbales; es más, las asumía agradecida, como algo imprescindible y natural en nuestra relación. Por eso, cuando aquella tarde la llamé "vida mía" por vez primera, muy lejos de considerarlo ridículo ella se conmovió, acurrucándose entre mis brazos y repitiéndome la roncería en un sentir de su corazón que provocaba unas sensaciones muy especiales en mí.        

Quizás fue por su preciosa y femenina acogida a mi nuevo modo de requerirla, por lo que entonces logró liberarme de mi vergüenza en este tema, al menos en parte y eso sí, durante los ratos en que nos encontrábamos solos, sumergidos en nuestro bellísimo y particular mundo de cuento y armonía.

Y en armonía y silencio nos mantuvimos un buen rato; abrazados como dos pasmarotes medio dormidos uno en el otro en la soledad de la plaza. Fue un encantamiento celeste cuya intensa emoción no rompí cuando mascullé:

—¿Nos vamos… o mejor no?

—No… todavía no —murmuró—. Estaría así horas y horas…

—Sí, nenita… yo también Yo también.

—Aún no me has dicho si recuerdas lo que dijiste delante de todos…     

—¿A qué te refieres? —le pregunté envuelto en aquella droga.

—Ella es educada… sencilla… sincera… —recitó con voz acaramelada, parafraseando muy despacio su recuerdo de mis palabras de entonces— ¿Todo eso piensas de mí?

—¿Lo dudas? —musité— Pienso que eres mi corazón… Mi MÍA.

—¡Tu MÍA!… Me gusta… —Silencio— Sí… tuya… —Y agregó—: ¡Mi MÍO! 

Nos miramos con inmensa ternura; ceñidos uno al otro en el sosiego de aquel entorno maravilloso, bajo la amarillenta y lánguida iluminación de los faroles que, resaltando en la oscuridad, continuaban con su rezo en torno a la cruz. Los dos muy juntos, en un sentir de su corazón y el mío fundidos en uno sólo. Un corazón nuestro, un corazón de dos escrito en mágicos besos de entrega y hermosura… de vuelo.

Con los ojos cerrados… rodeados en nuestro sueño por el mismo aroma de las plantas tropicales que nos abrazó aquella primera vez durante el verano… un aroma que ahora retornaba a nosotros…

Regreso de la magia que nunca se fue… regreso de la brisa del mar…

Paz, hechizo y belleza mientras el Cristo seguía observándonos en su precioso gesto de imperecedera e ilimitada generosidad… alumbrándonos con su rostro de Vida.        

 
© J.B. Mena 
 

© 2014 Todos los derechos reservados.

Haz tu web gratisWebnode